miércoles, 6 de diciembre de 2017

Jerusalén


Era la segunda ocasión en que visitaba aquel mirador. La primera vez, un año antes, pensé que aquella vista servía simplemente para relajarse con la belleza del paisaje dentro de un viaje lleno de historias demoledoras. Un respiro entre relato y relato de palestinos machacados por la ocupación israelí. La ciudad vieja de Jerusalén se extendía ante nuestros ojos. La luz tenue del atardecer daba profundidad a sus formas y la llamada de los muecines generaba en la distancia una hermosa cacofonía de quejíos de fe. La vista y los oídos no daban a basto ante tanta belleza. En cierto modo, cegaron mi comprensión.

Hay que acudir siempre a los que saben, a los que son capaces de leer la partitura del terreno y descifrar las disonancias del paisaje. Aquel mirador seguía siendo un espacio privilegiado para admirar con perspectiva una ciudad mitológica y habitada por seres inconcebibles para mi lógica racionalista. Jerusalén es una locura. Caminar por la ciudad vieja es pura psicodelia: el olor de sus estrechas callejuelas y la alucinación de visualizar las más extrañas criaturas que las pasean generan la sensación de estar orbitando, más que de caminar. Jerusalén es un estado febril, una ciudad entre la realidad y la ficción, atrapada en su propio espacio-tiempo. Pero Jerusalén existe. Y bajo el sol de mediodía que la ajusticiaba en aquella segunda vez en el mirador, la ciudad mostraba las costuras de su realidad. La periodista Carmen Rengel me ayudó a leerlas.

Quien no ha estado nunca allí habrá oído hablar de Este y Oeste, de la Jerusalén palestina y de la Jerusalén israelí. No existe tal cosa. O dicho de otra forma: existe, pero no hay un cartel o un muro como el de Berlín que las separe, aunque sí hay barrios de Jerusalén oriental a los que el muro usurpador de Israel les ha cortado el hilo umbilical con el corazón de la ciudad. De lejos, desde aquel mirador, Jerusalén es una, pero las palabras de Carmen me ayudaron a ver que al menos hay dos: la privilegiada y la humillada; la israelí y la palestina. Sólo había que mirar de Oeste a Este para darse cuenta cómo la impoluta uniformidad de un lado contrastaba con el abandono polvoriento del otro. La ciudad tiene dos realidades, pero la gobierna sólo una, y contra la otra. Hasta los colores de los depósitos de agua en los tejados tienen un color diferente. Los de los palestinos son negros. Palestinians are the new black.

Sobre las murallas de la ciudad vieja de Jerusalén se proyectaban hoy las banderas de Israel y Estados Unidos. Celebraban el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel por parte del presidente estadounidense Donald Trump. Dentro de ellas vive una mayoría palestina. El muro cada vez más estrecho en el que se ahogan las vidas palestinas, sellado por Israel y Estados Unidos (con la inestimable silicona de Europa y los países árabes). Fuera complejos y caretas. Se acabaron los bellos discursos de Obama, desmentidos por sus actos, y llegó la tormenta verbal de Trump, acompasada por los hechos. Trump ha dinamitado décadas de cinismo. La suya es otra categoría, aunque se parezca a la anterior. Los palestinos, sepultados por un vómito de ignorancia, racismo, inmoralidad, decadencia y negocios. Intifada del asco.

Carlos Pérez Cruz

No hay comentarios:

Publicar un comentario