Era
la segunda ocasión en que visitaba aquel mirador. La primera vez, un
año antes, pensé que aquella vista servía simplemente para
relajarse con la belleza del paisaje dentro de un viaje lleno de
historias demoledoras. Un respiro entre relato y relato de palestinos
machacados por la ocupación israelí. La ciudad vieja de Jerusalén
se extendía ante nuestros ojos. La luz tenue del atardecer daba
profundidad a sus formas y la llamada de los muecines generaba en la
distancia una hermosa cacofonía de quejíos de fe. La vista y
los oídos no daban a basto ante tanta belleza. En cierto modo,
cegaron mi comprensión.
Hay
que acudir siempre a los que saben, a los que son capaces de leer la
partitura del terreno y descifrar las disonancias del paisaje. Aquel
mirador seguía siendo un espacio privilegiado para admirar con
perspectiva una ciudad mitológica y habitada por seres inconcebibles
para mi lógica racionalista. Jerusalén es una locura. Caminar por
la ciudad vieja es pura psicodelia: el olor de sus estrechas
callejuelas y la alucinación de visualizar las más extrañas
criaturas que las pasean generan la sensación de estar orbitando,
más que de caminar. Jerusalén es un estado febril, una ciudad entre
la realidad y la ficción, atrapada en su propio espacio-tiempo. Pero
Jerusalén existe. Y bajo el sol de mediodía que la ajusticiaba en
aquella segunda vez en el mirador, la ciudad mostraba las costuras de
su realidad. La periodista Carmen Rengel me ayudó a leerlas.
Quien
no ha estado nunca allí habrá oído hablar de Este y Oeste, de la
Jerusalén palestina y de la Jerusalén israelí. No existe tal cosa.
O dicho de otra forma: existe, pero no hay un cartel o un muro como
el de Berlín que las separe, aunque sí hay barrios de Jerusalén
oriental a los que el muro usurpador de Israel les ha cortado el hilo
umbilical con el corazón de la ciudad. De lejos, desde aquel
mirador, Jerusalén es una, pero las palabras de Carmen me ayudaron a
ver que al menos hay dos: la privilegiada y la humillada; la israelí
y la palestina. Sólo había que mirar de Oeste a Este para darse
cuenta cómo la impoluta uniformidad de un lado contrastaba con el
abandono polvoriento del otro. La ciudad tiene dos realidades, pero
la gobierna sólo una, y contra la otra. Hasta los colores de los
depósitos de agua en los tejados tienen un color diferente. Los de
los palestinos son negros. Palestinians are the new black.
Sobre
las murallas de la ciudad vieja de Jerusalén se proyectaban hoy las
banderas de Israel y Estados Unidos. Celebraban el reconocimiento de
Jerusalén como capital de Israel por parte del presidente
estadounidense Donald Trump. Dentro de ellas vive una mayoría
palestina. El muro cada vez más estrecho en el que se ahogan las
vidas palestinas, sellado por Israel y Estados Unidos (con la
inestimable silicona de Europa y los países árabes). Fuera
complejos y caretas. Se acabaron los bellos discursos de Obama,
desmentidos por sus actos, y llegó la tormenta verbal de Trump,
acompasada por los hechos. Trump ha dinamitado décadas de cinismo.
La suya es otra categoría, aunque se parezca a la anterior. Los
palestinos, sepultados por un vómito de ignorancia, racismo,
inmoralidad, decadencia y negocios. Intifada del asco.
Carlos Pérez Cruz
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