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Ruinas en Aleppo después de un ataque aéreo (© Fotografía: Stanley Greene) |
“Relax”, dice Ahmed. Mientras
atravesamos el último checkpoint de
camino a la ciudad, un disparo de mortero rasga de pronto el aire. “Ahora que
estás en Alepo, estás a salvo”. Y gira su cabeza para esquivar a un
francotirador.
En mi primera estancia aquí, hace
poco más de un año, ni siquiera llevaba velo debajo del casco. Más adelante,
después del velo, pidieron que me pusiera un jersey de manga larga. Después del
jersey, algo para que cubriera mis tobillos. Hoy, incluso un anillo de boda:
“Porque debes caminar siempre junto a un hombre; el hombre al que perteneces”.
Y debido a esa regla de los islamistas -porque la sharía es para muchos de ellos más importante que Bashar al-Assad-,
ahora a los crímenes del régimen se suman los crímenes de los rebeldes. A los
periodistas se les niega el acceso -17 de los nuestros están en este momento
desparecidos-. Así que mi casco es hoy un velo. Mi chaleco antibalas es un nijab. La única manera de entrar en Alepo
es pareciendo siria. De forma clandestina, sin preguntas en la calle, sin ni
siquiera una libreta en la mano. “Pero no es por el velo”, me advierte una
señora que de inmediato se da cuenta de que soy extranjera por mi piel, por mis
dedos: “Hoy, para parecer siria, debes tener un aspecto sucio, demacrado y
desesperanzado”.
Alepo no es otra cosa ahora que
hambre e islam. En la calle la gente lo vende todo, parece que hubieran
esparcido por el suelo todo el cuarto de estar: teteras, televisiones,
teléfonos, manteles, interruptores de luz, todo. Para ser precisa, pedazos de
todo: porque en Alepo no hay más que ruinas. Alguien te vende un coche de bebé,
otro sus ruedas. En las callejuelas más estrechas, para huir del fuego de
mortero, los típicos columpios para las celebraciones de Eid al-Adha, la fiesta
musulmana en honor a Abraham: los chicos están a la derecha con sus kalashnikov
de juguete, las chicas a la izquierda, ya veladas, mientras dos padres
yihadistas con sus barbas, djellaba y
cinturones suicidas las impulsan con cuidado.
Alrededor de un millón de sirios
sigue viviendo aquí, en las áreas bajo control del Ejército Libre –aquellos que
no pueden permitirse pagar 150 dólares por un coche que les lleve a la frontera
con Turquía. Docenas de niños harapientos, descalzos, desfigurados por las
cicatrices de la última epidemia de leishmaniosis, caminan tras
los pasos de sus madres que igualmente están descalzas y en los huesos, de
negro de pies a cabeza, cubiertas por completo, todas con cuencos en la mano
buscando pan en una mezquita como en Somalia, como en un lugar en ninguna parte
en medio de Etiopía, con la piel amarillenta por el tifus. Y te atraviesan con
su mirada mientras pasas a su lado como todos los verdaderos niños de la
guerra: que nunca son aquellos que mostramos en los periódicos, en las
televisiones –aquellos que sonríen con gratitud cuando les das una galleta-.
Porque éstos son, de hecho, los verdaderos niños: exhaustos, con la boca
cerrada, sus ojos conmocionados por el horror o acribillados por los misiles de
Assad, y de cuyos restos, cabezas, y brazos están sembrados los hospitales, donde
las víctimas siempre llegan a pares. Porque en Alepo, junto a un cuerpo, está
siempre el cuerpo de alguien que se arriesgó a rescatarlo y fue disparado por
un francotirador –aunque ahora los médicos también son niños, “porque aquí
todos se fueron o han muerto, y aunque el mundo piensa en el gas, siguen
matándonos de todas las formas restantes”, dice Abu Yazen de 25 años,
estudiante convertido en jefe médico. Admite que no sólo no tiene vendas con
las que cubrir sino que no sabe cómo tratar a la mayor parte de sus pacientes:
“Porque una cosa es amputar una pierna, otra tener que afrontar una isquemia”.
Fuera, en la entrada, hay un puesto con un cepillo y un cubo: es el único
antídoto disponible contra un ataque químico. Y, por supuesto, fuera quedan los
cuerpos sin identificación, muertos. Levantan la sábana blanca para asegurarse
de que no es un hermano o un primo.
En teoría, las
zonas en poder de los rebeldes cuentan con una administración civil, el Consejo
Revolucionario, pero éste ha sido designado desde el exterior por la Coalición
Nacional que es la oposición a Bashar al-Assad forjada de forma artificial por
la comunidad internacional, y aquí la gente no la tiene en consideración. Al
contrario, la acusan de que habla de Siria desde el confort de los hoteles
turcos de cinco estrellas. En cualquier caso, la recién creada municipalidad
recibió sólo 400.000 dólares de los donantes para rehabilitar la red eléctrica,
desinfectar las calles, reabrir las escuelas; y pronto se quedó sin dinero
–Lakhdar Brahimi, el enviado especial de la ONU para Siria, gana 189.000
dólares al año-. Así que, dado que los funcionarios municipales apenas ganan 25
dólares al mes, no existen motivos para el asombro cuando solicito un encuentro
con el gobierno de Alepo y me encuentro frente a la corte islámica. O mejor
dicho, siendo aquí una infiltrada, me descubro en casa de Luay, el portavoz de
al-Qaeda. La silueta negra de su mujer llama y deja el café detrás de la puerta
cerrada. Cada grupo rebelde tiene en la corte a su propio portavoz. Pregunto qué
ley aplican y él responde: La sharía,
sharía, tratando de explicarme que ellos no aplican ningún código escrito
sino la voluntad de los jueces, “porque, de acuerdo a nuestra tradición, los
jueces son expertos en jurisprudencia, son hombres sabios y distinguidos en los
que confía su comunidad”. Claro que en Alepo, como de costumbre, se han ido
todos o han muerto, de modo que los jueces ahora son también unos críos; Luay
tiene 32 años. Antes de la guerra era abogado en prácticas. “Es verdad que no
es fácil”, admite. “Primero, porque todo el mundo está armado aquí y no necesita
a la corte para hacer justicia. Pero, sobre todo, no es fácil afrontar los
crímenes cometidos por los guerrilleros. Pillaje, extorsiones. Cuando tratamos
de proceder contra Nemer, el líder de una de las milicias más violentas, sus
hombres rodearon el tribunal hasta que éste desestimó el caso”.
En compensación,
el tribunal dictó una prohibición en una señal a la entrada a Karaj al-Hajez,
comúnmente conocida como la callejuela de los francotiradores –porque es el
cruce entre los dos lados de Alepo y, como si fuera un libro de Stephen King, está
vigilado por los minaretes de una mezquita: cruzarlo es como jugarse la vida a
los dados-. Y la señal advierte: Prohibido llevar comida. Porque si antes
era el régimen el que asediaba y mataba de hambre el lado de la ciudad
controlado por los rebeldes, son ahora los rebeldes, que han conquistado todas
las carreteras hacia Alepo, los que asedian y matan de hambre el lado de la
ciudad que controla el régimen. La gente se adhiere al cuerpo los trozos de
carne, esconde los huevos en la caja de los televisores. Algunas veces alguien,
de un disparo seco, muere. Y durante media hora, una hora, la callejuela queda
vacía, el cuerpo permanece ahí bajo el sol, con un gato que lo olisquea.
Entonces una primera persona, con timidez, asoma desde un lado de la calle,
duda un instante y cruza, rápidamente. Una segunda, después una tercera. Pronto
toda la callejuela se llena de nuevo de gente aunque el cuerpo sigue ahí. Los
francotiradores aguardan pacientemente en sus minaretes.
Los sirios no
hablan ya de “áreas liberadas”, sino de Alepo Este y Oeste. En sus teléfonos no
te enseñan ya la foto de sus hijos o de sus hermanos asesinados por el régimen,
sino simplemente la foto, la hermosa fotografía de lo que era Alepo antes de la
guerra. Porque nadie aquí lucha ya contra el régimen; los rebeldes luchan ahora
unos contra otros. Quienes no están saqueando o extorsionando están muy ocupado
con el ISIS, iniciales del Estado Islámico de Iraq y el Levante, grupo
relacionado con al-Qaeda cuyo fin es el califato –pretende que se le llame al-Dawlat, el Estado: un nuevo
régimen. “Ahora somos incluso menos libres que antes”, dice uno de los pocos activistas que sigue vivo y que todavía se atreve a hablar [se omite su nombre por razones de seguridad]. “Porque
en el pasado, si te alejabas de los políticos, nadie interfería en tus
elecciones personales. Ahora te prohíben la música, el alcohol, los cigarrillos”.
Aunque la línea del frente está completamente estancada. En la ciudad vieja, la
primera unidad del Ejército Libre, en la que yo iba empotrada hace un año,
sigue aquí. Todavía en los mismos cruces, todavía tratando de repeler a los
mismos francotiradores. Duro trabajo; han vendido los kalashnikov para pagar el
tratamiento de los heridos. Salaheddin sigue siendo el mismo. Casas devastadas
por el fuego de artillería que siguen vacías. En las destruidas, se balancea
con el viento una lámpara, una cortina, fósiles de vidas normales. En una
esquina, acurrucado en una silla, el típico gato que parece dormido; y en
realidad está muerto. En un día de combates, de los habituales combates metro a
metro, avanzamos cinco manzanas. Entonces nos quedamos sin munición. Y
retrocedemos. Con 7 hombres menos.
La guerra se ha
convertido en algo tan natural en esta ciudad, parte integral, que la hierba ha
crecido entre los escombros. Con el fuego de mortero, los niños ni siquiera
vuelven las cabezas. Sólo con las ráfagas de kalashnikov empieza la discusión: “Es
un doshka”, dice Ahmed, de 6 años. “No, es un kalashnikov”, dice Omar, también
de 6. “¿Lo ves? Es más ligero que un draganov”.
La línea del
frente más emblemática, la verdadera línea del frente, al fin y al cabo, es
Bustan al-Qasr: porque ha sido siempre el epicentro de las manifestaciones de
los viernes, el desencadenante de todo. Pero hoy sólo se concentran niños.
Porque todos se han ido o están ya muertos: y aquellos que ni se fueron ni
murieron simplemente están desaparecidos. Como Abu Maryam, el más destacado de
los activistas. La concentración está liderada por su sobrino, Nasma, de 10 años.
Ni siquiera tienen combustible, tienen que empujar el coche que lleva los
altavoces.
Por el contrario,
quienes no han desaparecido son los del campamento próximo del IDP [Personas
internamente desplazadas], al amparo del río. Toda la ribera está llena de escombros
y chabolas; no son casetas, no son ni cuevas sino pedacitos de cosas, láminas
de metal, tablas, trozos de plástico –montones, montones de trozos de cosas, y
en algún momento de pronto te das cuenta de que estás en medio de ellas, entre
mujeres, niños, ancianos, lisiados y mudos, sus bocas sin dientes, un chico con
Síndrome de Down por el suelo, con su cena de arroz y lombrices sobre un pedazo
de cartón. Vuelves a Alepo, una y otra vez, y en medio del IDP todo sigue
igual; sólo cambian los nombres. Ibtisam Ramdan, de 25, vivió aquí con sus tres
hijos y con la tuberculosis, en una verdadera cloaca. Pero ella se aventuró un
día junto al más joven para conseguir pan y sólo encontró a un francotirador.
Sus otros dos hijos se morían de hambre: demasiado peligroso llegar hasta ellos.
Hasta que el mortero los redujo a polvo en este Alepo lleno de tumbas por todos
lados, incluso en el aire, ese monumento al civil desconocido que no tiene
límites.
Unos pocos metros más arriba, delimitando Alepo Este de Alepo Oeste, el río todavía devuelve el lívido recuerdo de los hombres ejecutados por la espalda con una bala en la cabeza, esposados. No está muy claro quiénes son. ¿Rebeldes ejecutados por leales o leales ejecutados por rebeldes? Depende del punto de vista –o quizá tan sólo de la corriente.